Guillermo del Toro finalmente cumple uno de los sueños más grandes de su vida: llevar a la pantalla grande “Frankenstein”, la historia que lo marcó desde su infancia y a la que dedicó más de 30 años de planeación emocional, técnica y narrativa. La película —protagonizada por Oscar Isaac, Jacob Elordi, Mia Goth, Christoph Waltz, Felix Kammerer y Charles Dance— llega a Netflix este 7 de noviembre, pero actualmente también puede verse en salas culturales; en Guadalajara está disponible en Cineteca FICG, Cineforo y Cinery, una oportunidad invaluable para apreciarla en pantalla grande.
Del Toro no se acerca a lo monstruoso para evocar miedo, sino para retratarlo como consecuencia del lado más oscuro de la humanidad: la ambición, el orgullo, la soledad y la necesidad insaciable de controlar aquello que no nos pertenece. Aquí, los monstruos no nacen: se construyen. Y lo que duele es que se construyen desde dentro.
La película está contada desde dos ejes narrativos profundamente íntimos: el de “Víctor Frankenstein” (Oscar Isaac), un científico brillante, atormentado y consumido por el deseo de desafiar a Dios; y el de “La Criatura” (Jacob Elordi), también referida como “Adán”, quien llega a la vida como un ser puro, curioso y vulnerable, pero que pronto aprende que la crueldad es la única respuesta que el mundo humano parece ofrecerle.
“Víctor” crece bajo la sombra de un padre que lo disciplina más por estatus que por amor, y la culpa de una madre cuya muerte él interpreta como una tragedia derivada de su propia existencia. Ese dolor es el combustible de su obsesión: crear un ser invencible, romper la frontera entre la vida y la muerte, y ser visto —por fin— como una mente grandiosa y temible. Oscar Isaac interpreta esa mente megalómana con precisión: un genio desbordado, claustrofóbico en sus ideas y devastador en sus impulsos.
En contraste, “La Criatura” nace sin maldad. Aprende del mundo a través del rechazo. Su anhelo es simple: afecto, reconocimiento, pertenencia. Y en su búsqueda, encuentra violencia. Es ahí donde la cinta traza una línea delicadísima entre la inocencia y la furia. Jacob Elordi se distancia del halo de icono juvenil y sex symbol que lo rodea fuera de la pantalla para entregar una interpretación física y emocional extraordinaria. Su cuerpo es un lienzo: contorsionado, quebrado, casi escultórico. Su presencia relata más que cualquier diálogo: un ser deformado por el mundo, no por su creación.
Mia Goth, como “Elizabeth”, es el pulso sensible de la película. Ella representa el amor posible, la conexión humana auténtica en un universo donde el deseo y la inteligencia suelen corromper. Si bien la historia de amor entre “Elizabeth” y “La Criatura” puede sentirse apresurada —como si faltara un latido que justifique la magnitud de ese vínculo—, su papel sigue siendo esencial para equilibrar el relato entre lo visceral y lo emocional.

La película es también un triunfo estético. La ambientación es exquisita: sets cuidados al milímetro, vestuario imponente, fotografía romántica y sombría, casi pictórica. Hay encuadres que parecen pinturas vivas: la madre de Víctor envuelta en rojo esperando a su esposo, el cuerpo de “La Criatura” tratado como una pieza de arte cubista, la luz como símbolo de redención y condena. El maquillaje, especialmente el de Elordi, es una obra expresionista: bello y perturbador al mismo tiempo.
Del Toro navega entre el melodrama, el humor negro, el gore poético y la fantasía científica con una fluidez que solo él es capaz de sostener. “Frankenstein” no intenta calcar el clásico de Mary Shelley, sino dialogar con él. Es una relectura profunda sobre el abandono, la identidad y la necesidad de ser visto.
En su conjunto, la película no solo se suma a la filmografía más ambiciosa y emocional del director: se eleva como una de las versiones más genuinas y memorables de “Frankenstein” en el cine contemporáneo. Es, ante todo, una historia sobre el amor que se niega y el amor que se reclama.
Un monstruo nunca nace solo. Alguien lo crea. Y alguien lo empuja a romperse. Del Toro nos recuerda que mirar a los ojos del monstruo es reconocernos también en él.