Advertencia de contenido:
Este texto contiene lenguaje explícito y temáticas sexuales, dirigido exclusivamente a personas mayores de 18 años. Los hechos narrados están basados en experiencias reales, pero también contienen elementos de ficción añadidos para intensificar la narrativa. Se recomienda discreción y criterio para su lectura.
Correr un riesgo es aceptar que, al vivir la aventura, todo puede llegar a buen término o todo lo contrario; es esa incertidumbre la que genera un placer extraño sobre el peligro, lo desconocido y lo inquietante. Así sucede en el sexo entre hombres cuando te topas con un desconocido.
Hace algunos años vivía en una de las colonias más cosmopolitas de mi ciudad, donde generalmente quienes habitamos ahí tenemos roomies porque la gentrificación está cañón. El estilo de vida que ofrecen estas zonas es ideal más allá del estatus, porque tienes todo a tu alcance: ciclovías, tiendas, cafés, restaurantes, parques y más, sin la necesidad de vivir el estrés constante de los traslados.
Yo, como buen emprendedor, después de ir al gimnasio y desayunar una mañana entre semana, salí a hacer mis compras del súper y también adquirí material que necesitaba para seguir con mi chamba. Utilicé la bicicleta pública y me las ingenié para poder cargar las bolsas mientras conducía hacia mi departamento.
Por la zona siempre había viene-vienes y otros chavos que se ganaban la vida con trabajos informales, haciendo mandados u oficios de todo tipo. Ese día, uno de ellos me interceptó. En el ambiente gay, solemos usar la palabra chacal para describir a cierto tipo de hombre que proyecta rudeza y masculinidad: mirada intensa, facciones firmes, tatuajes que parecen contar historias. Es un código entre nosotros, una fantasía muy particular.
Me ofreció cargar mis bolsas y le dije que no. Entonces, sin previo aviso, se tocó el bulto sobre el pantalón, como diciéndome sin palabras lo que realmente buscaba. Fue ahí cuando entendí que no se trataba de un ofrecimiento cualquiera, sino de una invitación directa a algo más.
No pensé demasiado en si me cobraría o no, pero mientras caminábamos nunca mencionó un pago. Aun así, como no lo conocía, decidí tomar precauciones: él cargaba una mochila y le pedí que la dejara en la puerta del departamento por seguridad. Aceptó.
También le pedí que se diera un baño, y así lo hizo, mientras yo buscaba poppers. Al salir de la ducha, ya estaba duro, goteando… agua o precum, daba igual: se veía delicioso. Inmediatamente sentí la necesidad de atragantarme con esa gran verga curva. Le di una toalla para que se secara y lo llevé a mi recámara.
Comenzamos a tocarnos y él me pidió que me sentara en su cara. Empezó a comerme el culo; debo confesar que es uno de los placeres más grandes que experimento. Me encanta sentir la lengua del otro degustando mi ano mientras se dilata entre saliva, humedad y olfateo. Esa sensación de que alguien se excita explorando esa zona tan especial de mi cuerpo me recorre como un escalofrío helado bajando por la espalda.
Mientras me hacía el beso negro, yo inhalaba poppers. Él también estaba durísimo. Delgado, tatuajes por todo el cuerpo —una cobra en el brazo, una Santa Muerte en el pecho— y apenas un bigote incipiente, pero un maestro con la lengua.
Quiso penetrarme, pero no acepté porque no me había hecho un enema y, para el sexo anal, prefiero ser muy precavido. Además, solo se trataba del morbo de llevarme a un desconocido a casa, sabiendo que algo raro, extraño o peligroso podría pasar.
Le hice sexo oral. La verga era grande y curva, complicada de manejar, pero mi garganta no se raja. Lo saboreé hasta sentir esa urgencia animal de venirme. Mi semen corría por mis piernas mientras estaba hincado y, al verme en trance, él se vino bañándome la cara.
Al terminar, fui a limpiarme y él también. Le comenté que tenía cosas que hacer para que se fuera. Mientras se vestía, me dijo que eran 500 pesos. No lo habíamos acordado, pero en esta vida nada es gratis. Le pagué y lo despedí.
Aproximadamente una hora después, salí de mi casa para seguir con las labores del día y, al regresar, vi que la chapa de la puerta estaba forzada. El miedo me golpeó: ya sabía dónde vivía y cómo entrar. En esa colonia, los robos eran pan de cada día. Cambié la cerradura y le puse doble seguro.
La lección fue clara: está bien vivir la aventura de un encuentro fortuito, pero siempre dejando claras las reglas antes del sexo y tomando las debidas precauciones, porque el peligro siempre está latente.