Advertencia de contenido:
Este texto contiene lenguaje explícito y temáticas sexuales, dirigido exclusivamente a personas mayores de 18 años. Los hechos narrados están basados en experiencias reales, pero también contienen elementos de ficción añadidos para intensificar la narrativa. Se recomienda discreción y criterio para su lectura.
El contacto con una piel que ya existió tiempo antes que tú es toda una aventura. El mapa de tu anatomía lo entiende perfectamente tan solo con una conversación íntima y sin caretas. La edad es solo un número, pero la experiencia de alguien mayor te deja impregnado el cuerpo de ardiente deseo.
Viajé a Chicago antes de que el invierno hiciera de las suyas. La ciudad de los vientos es bellísima, pero en otoño, el color marrón de sus árboles te enamora, como el británico que me sedujo durante mi estancia hace no mucho tiempo.
Una tarde de excursión por el barrio donde a Barack Obama le gusta desayunar —para ser exactos, Valois, una cafetería de antaño que te hace viajar a las películas americanas setenteras— saqué mi celular y encendí la app amarilla para ver el menú de la zona.
Minutos más tarde alguien me saludó por mensaje. Solo se veía el torso de alguien delgado, pero, inmediatamente después de que le contesté, me mandó su foto de perfil: era un señor de aproximadamente 60 años, tal vez unos 63. Hay gente que, incluso por mensaje, tiene buena conversación, y él es el caso. La verdad es que las personas tan grandes no me llaman la atención, pero él supo hacer su lucha, y lo consiguió.
Me dijo que era británico, que llevaba muchos años viviendo en Chicago, que era dentista y tenía su consultorio en Millennium Park. Además, practicaba yoga. Y ni tardo ni perezoso me mandó sus nudes, que daban certeza de su bien torneado cuerpo, con excelentes atributos.
Le conté que soy mexicano y que estaba de vacaciones por unos días. Me respondió que hablaba poco español y me mandó un audio. Me reí mucho porque, en realidad, no dijo nada en español salvo dos palabras.
Pasamos todo el día escribiéndonos mientras yo hacía mis actividades. Me preguntó qué me gustaba del sexo y le contesté que, sobre todo, me gusta el juego previo: los besos, las caricias, el cachondeo y el faje. Debo confesar que la penetración la dejo como último recurso, porque después de que esta se da, la magia acaba, el libido se esfuma, te da sueño y solo quieres irte a tu casa… o que la otra persona se vaya de la tuya.
Él me dijo que le gustaba lo mismo, que prefería que todo se diera poco a poco, y que, por sobre todo, lo que más lo excitaba era complacer a sus parejas sexuales. Su fetiche más grande era ver en el otro el placer y la satisfacción que brinda el sexo.
Yo pensé que solo me estaba seduciendo, pero entre mensaje y mensaje comencé a sentirme deseado. Era tan galante y tan amable que yo me derretía sin haberlo conocido aún. La labia era una de sus armas de conquista y, durante la noche, me comenzó a mandar audios que yo apenas si podía entender. Si bien sé cosas básicas de inglés, sostener una conversación es un gran reto.
Además, yo mismo buscaba que él me dijera cosas sugerentes: el juego ya estaba puesto. Le comenté que quería que me visitara y él me respondió que podría después de la medianoche. A mí me quedó perfecto porque tenía una cena y después me daría un baño para recibirlo como se debe. Además, quería comprobar si todo lo que me había dicho era verdad.
Subió a mi habitación y me pidió que lo esperara en ropa interior. Él llegó con ropa sport. No le entendí de dónde venía, pero me contó que había llegado en bicicleta. Sin embargo, olía riquísimo. Cuando ya lo vi cara a cara, comencé a estremecerme. Físicamente tiene una belleza común, pero creo que en su juventud fue un chico muy lindo.
Se quitó sus tenis, se quitó la ropa y ahí atestigüé sus grandes atributos: un abdomen súper definido y un pene alargado y rosado, con circuncisión. Tal vez 19 o 20 centímetros. Yo me asusté un poco porque pensé: “Esto no me va a entrar”, pero él me dijo que confiara, que la íbamos a pasar bien, y mentiras no dijo.
Antes del coito, comenzó a decir algunos rezos sobre mi cuerpo. Por lo que entendí, le estaba pidiendo permiso a mi cuerpo de poseerme. Se me hizo bastante raro, pero dejé que lo hiciera. Me pidió confianza, y se la di. No sé si era algo tántrico, pero el hecho de respetar mi cuerpo y de ser cálido me derritió. Mientras tocaba mis pechos y mis glúteos, sus manos —a las que les puso un tipo de gel que olía rico— comenzaron a darme un poco de calor en la piel. Era una sensación refrescante. Comenzó a besarme, a acariciarme y a pasar su lengua desde el oído hasta el último dedo del pie. No era para nada grotesco; al contrario, estaba reconociendo las fronteras de mis deseos y percibiendo dónde me gustaba más el contacto físico.
Me preguntó si quería mamarle, y le respondí que sí. Me volvió loco que me propusiera que lo hiciera a mi ritmo y sin presiones. Y es que uno de mis fetiches es el sexo oral, pero no me enciendo si el otro en cuestión quiere destrozarme la garganta a las primeras de cambio. Por el contrario, me gusta oler la verga, me gusta paladearla, besarla, llenarla de saliva y que esa sensación húmeda estremezca a quien está recibiendo el amor de mi lengua.
Una vez que mi garganta está ardiendo, entonces ya estoy listo para tragármela entera. Y así pasó con él. Mi garganta era como un canal fluido: no había dolor ni arcadas. Ese hombre era mágico. No sé qué conjuro habrá hecho, pero yo me sentía en llamas.
Después pasó sus dedos por mi culo con lubricante y comenzó a darme un masaje erógeno en la zona, que casi me hizo venirme. Cuando ya estaba listo para la penetración, me puso de frente a él y me embistió. Yo siempre he sido muy estrecho, pero estaba tan caliente, que mi culo estaba tan listo y dispuesto que no hubo obstáculo alguno. Comenzó a besarme mientras fornicábamos y comenzó a hablarme en francés. No sé qué tanto decía, pero ese británico era todo un experto en la lengua.
Yo comencé a sentir que me desvanecía: era un placer que nunca había experimentado. Me sentía fuera de mi cuerpo, como si mi alma se hubiera escapado. Mis piernas comenzaron a perder fuerza y, por un momento, sentí que morí. Me sentía en otra dimensión, pero así como me apagué, volví en mí y entonces el orgasmo era irremediable. Sentía que mi pelvis iba a romperse. Nunca en mi vida había experimentado un orgasmo así de intenso. Cuando él vio que yo explotaba, me pidió permiso de venirse a la par, y le dije que sí. Fue irremediablemente placentero que los dos eyaculáramos en sincronía. Fue un momento que, aún al recordarlo, me estremece.
Cuando la euforia y la adrenalina cedieron, el británico salió dentro de mí poco a poco, me besó y continuó rezando sobre las diferentes áreas de mi piel a manera de agradecimiento. Acostados los dos sobre la cama, comenzamos a hablar entre español e inglés, con el traductor del celular de por medio. Me contó que le gusta viajar por el mundo, que tiene varios hijos —no recuerdo cuántos— con distintas mujeres, y que todos son independientes y les heredó el gusto por viajar.
Se dio una ducha, se cambió, se puso su casco de ciclista, tomó sus cosas y se fue. Yo agradecí haberme dado la oportunidad de conocerlo y de no dejarme llevar por el estigma de la edad. Dormí plácidamente. Al siguiente día, justo a la hora de la cena, él me estaba esperando en el lobby del hotel. Quería agradecerme por la noche que pasamos. Me dijo que no lo iba a olvidar y se fue a cenar a la terraza del hotel, porque, como buen conversador, se hizo amigo de quienes trabajaban ahí y le recomendaron el menú. Después de eso, ya no lo volví a ver.