SARAO: Refugio

La siguiente historia forma parte de la convocatoria #Sarao2020 convocada por Robsmx en alianza con Codise AC, Guadalajara Pride, Puro Mole y Rosa Distrito. El objetivo de la convocatoria es impulsar la escritura de historias LGBTIQ+ del país. Como resultado se creó un libro digital con 17 historias que puedes descargar gratuitamente en www.librosarao.com. Con el objetivo de seguir dando visibilidad a las historias que recibimos, las estaremos publicando semanalmente para que las puedan disfrutar tanto como nosotros. ¡Disfruta esta historia y compártela con el hashtag #Sarao2020!

Refugio

Por Lissandro Nicolás de la Cruz Urquiza

Mi salida del clóset / Un cheque

Hacía poco más de una hora que estaba sentado en un banco de la plaza.
La tarde menguaba y las sombras se hacían más largas. Los pájaros cantaban despidiendo la tarde y en el suelo, el otoño tapizaba en color ocre el suelo.
Los ojos me ardían, algunas lágrimas se me escurrían por las mejillas. Trataba de pensar en cómo seguir. Creí tan simple sentarme con mis padres y contarles que era gay, que había conocido un chico por internet que me gustaba y que quería presentárselos.

Poco duró ese sueño. Una nube pasajera de verano.
Tan pronto como solté mis palabras, mi papá fue el primero en devolverme un golpe:

—¡No voy a tener un hijo puto! Agarrá tus cosas y andate de la casa.
—¡Pero papá, por favor! —traté de explicarme. Ni siquiera quiso escucharme.
Miré a mi mamá que sentada en el otro extremo de la mesa miraba absorta, con un pañuelo agarrotado en sus manos. Ella no habló. Lloró y bajó la vista, como si buscara algo en el suelo que le aliviane su dolor.
—Mamá, papá; por favor está todo bien, no teman que no me pasa nada malo.
—¡No te queremos escuchar más, Lautaro! —amenazó una vez más mi padre.
Caminó hasta su escritorio, allí solía guardar los papeles de trabajo; tenía su consultorio médico en el frente de nuestra casa. Sacó una chequera y escribió algo en ella.

Firmó con el garabato con que recetaba medicinas a sus pacientes, y con un golpe seco arrancó un pequeño rectángulo de papel. Extendió su mano hacia mí y me lo entregó.

—Esto te va a alcanzar para que puedas sobrevivir un tiempo hasta que consigas un trabajo. Ahora andate y no regreses nunca jamás.

Buscando un lugar / Juan

El banco en el que estaba sentado era frío, y esa misma sensación se había extendido a todo mi cuerpo. Buscaba en mi celular los números de los pocos amigos que tenía y que podrían llegar a recibirme. Había intentado con algunos, pero el que no estaba en su casa, no tenía lugar. Es increíble cómo en ciertas situaciones conocés a las personas.

Sentía vergüenza de tener que llamarlos y contarles que teniendo ya veintidós años, mis viejos me consideraban un pendejo anormal y enfermo. En ese momento fue que me quebré.
Mi teléfono sonó.

—Lauti, ¿Cómo te fue con tus viejos? —Parecía mentira, pero estando tan lejos, Juan, el chico que conocí por internet se sintió como un paño frío en mi pecho que parecía estallar.
—Mal Juani, todo mal…—respondí con la voz ahogada.
—Pero, ¿Qué pasó?
—Me echaron de casa.
—¿Cómo? ¿Dónde estás ahora?
—Estoy en una plaza, a unas cuadras de donde vivía, estoy viendo que hago.
Se hizo un silencio. Noté que Juan había tapado su teléfono y hablaba con alguien.
—Venite ya para acá
—¿Qué?
—Le pregunté a mis viejos y me dicen que te vengas para casa.
Tragué saliva. Las palabras no me venían.
—Juani, te lo agradezco, pero estamos a doscientos kilómetros de distancia, y ni siquiera me conocés en persona, gracias pero no puedo ponerte en esa obligación.
—Sino venís voy yo a buscarte, vos elegís —Su voz sonó a una orden.
Estaba haciendo fuerza por no llorar pero perdí la batalla. Juan esperó a que me calmara.
—¿Estás mejor?
—Sí —balbuceé.
—Ahora escúchame, hay un micro que llega cerca de la medianoche al pueblo, mi papá está llamando a la empresa para reservarte un pasaje. Pásame en un mensaje tus datos y en un rato te llamo.

El Viaje

El micro llegó pasadas las doce de la noche. Bajé en la terminal de ómnibus, que se encontraba a la entrada del pueblo. Sabía que estaba en medio del campo, a pesar que mi viaje fue de noche y lo único que veía era negro por todos lados.

Miré el celular y avisé con un Whatsapp que había llegado.
El lugar se hallaba bastante desolado, las ventanillas de venta de pasajes estaban cerradas, lo mismo que los pocos locales comerciales que había allí.
Una vez que el micro se fue, todo se convirtió en soledad.

¿Qué hacía en un pueblo en medio de la nada? ¿En qué momento viajé tantos kilómetros para estar con personas a quienes ni siquiera conozco?
Un frío recorrió mi espina dorsal. Pateé un papel en el suelo y metí las manos en el bolsillo de mi jean. Sujeté con fuerza mi bolso, donde traía la poca ropa que rescaté de casa, inspiré hondo y miré hacia el cielo. Estaba oscuro, y las estrellas parecían estar a punto explotar. La luna era una astilla luminosa, custodiada por el sonido de los grillos.

Mantuve así la mirada, cuando un vehículo dobló a toda velocidad en la esquina y por poco se estrella contra la dársena. Una vieja camioneta azul, una Ford F -100 que estimé sería modelo ´80. Sin apagar el motor, un joven se bajó, se sacudió los jeans y llevó su largo y enrulado cabello hacia atrás.
Juan se quedó parado. Me miró de arriba a abajo.

Lo imité y sonreí. El me devolvió una sonrisa de dientes anchos que se fue ampliando. Me deleité con su sonrisa y la sencillez que vestía su cuerpo delgado, aunque sus brazos se veían musculados bajo las mangas de la remera. Estimé que andaba en el metro ochenta de altura, él era unos pocos centímetros más alto.

Caminó hacia mí. Dejé mi bolso en el suelo y fui hacia él. Colisionamos nuestros cuerpos y nos abrazamos. El calor de su cuerpo y la fuerza de sus brazos envolviéndome fueron suficientes para olvidar todo lo malo.
Me mantuvo apretado por los costados y yo me sujeté a su cintura.
—Ahora estás a salvo —susurró en mi oído.

—Lo sé —respondí llorando sobre la parte posterior de su cuello.
Una niña que tendría unos diez años se asomó por la ventanilla del conductor y comenzó a saludarme agitando las manos, con una sonrisa cómplice de pequeños dientes; excepto uno que faltaba.

Nos soltamos y Juan me tomó de la mano. Con la otra levantó mi bolso del suelo y me llevó hacia la camioneta.
—Lauti, ella es Cata, mi hermana —dijo mientras me invitaba a subir al vehículo.
—Hola Cata, es un gusto.
Le di un beso en la mejilla y ella me dio dos. Se acomodó sus rulos del mismo color castaño que su hermano, y me susurró al oído:
—¿Vos sos el novio de mi hermano?
Sonreí y miré hacia donde estaba Juan. Él hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, lo soy.
—¿Y por qué no se dan un beso? —la niña rio.
Juan acomodó el bolso en la parte posterior del vehículo y volvió hacia mí. Me sujetó de la cintura y lanzó una advertencia:
—Cata, cerrá los ojos.
La pequeña sonrió, y obedeció, sólo que dejó una ventanita donde mirar, muy similar a la que tenía en su sonrisa.
Su hermano me llevó contra su cuerpo, sus manos subieron hasta mi rostro y se ahuecaron para sostenerlo. Fue algo torpe al comienzo, de hecho fue una danza de saliva y lenguas que se chocaban.
Así que lo suavicé lo mejor que pude, disminuyendo el ritmo y extendiéndolo. Dejó escapar un jadeo, el más pequeño de los sonidos, sus labios se separaron y mi lengua tocó la suya.

Cata comenzó a aplaudir y Juan y yo nos soltamos, riendo. Subí al lugar del copiloto y Juan se ubicó frente al volante. Su hermana quedó entre los dos y acercó traviesamente sus labios a mi oído. Cubrió su boca con las manos y me susurró algo:

—Hacen una linda pareja —hizo una pausa que fue un cálido resoplido en mis oídos —y él te ama con locura —terminó diciendo.
Juan hizo chirriar la palanca de cambios de la vieja camioneta, y salimos de allí por una calle que era la principal, la única de ese tipo en el pueblo, hasta cruzar el cartel de bienvenida/salida que orgullosamente rezaba: “Refugio, población 1150 habitantes”.

Octavio y Clara

Cerca de diez minutos estábamos entrando en lo que era un pequeño y viejo casco de estancia. Estaba a pocos kilómetros del pueblo y habíamos llegado hasta allí por un camino arenoso que serpenteaba en medio de un campo sembrado con algo que no llegaba a divisar. Pasamos una tranquera caída y entramos por un camino que se abría entre árboles gigantescos.

Nos detuvimos en un garaje contiguo a la casa. Bajamos y mientras Cata corrió hacia adentro, yo tomé mi bolso y Juan vino hacia mí.
Sujetó mi mano libre y acercó su frente a la mía. Las chocamos con ternura.
—Bienvenido a tu nuevo hogar —dijo, y acercó sus labios a los míos. Su boca olía a un mate recién terminado y su piel, a los árboles que nos rodeaban.
Entramos a su casa. Dejó el bolso en el recibidor y sin soltarme caminamos por un pasillo hasta llegar a la cocina. Allí estaba Cata, soplando una empanada que estaba caliente, a juzgar por la forma en que la sujetaba. Su mamá sacaba del horno una fuente cargada de ellas y su padre cebaba un mate en una calabaza recubierta de cuero.
—Papá, mamá; él es Lautaro —dijo sonriendo.
Sus padres me miraron y dejaron lo que estaban haciendo. Vinieron hacia mí y me abrazaron en conjunto. Me dieron un beso en la mejilla y me hablaron como si me conocieran de toda la vida.
—Bienvenido —su papá se presentó como Octavio y su mamá como Clara.
Me dieron un beso y la coronilla y volvieron a sus quehaceres. Su madre lanzó un aviso:
—Ya está la comida, vayan a lavarse las manos y vengan rápido que se enfría.
—¡Y pónganse alcohol en gel! —la voz de Octavio sonó como la de un cantante de ópera.
Juan me llevó de la mano por la casa, haciéndome un recorrido para que la conozca.
Era una casa sencilla, con todo lo necesario para una familia, sin excesos. El mobiliario era de una sencillez que me hizo sentir cómodo. Llegamos hasta la que era su habitación. Para mi sorpresa había una cama matrimonial prolijamente armada.
—Acá vamos a dormir —dijo mientras apoyaba mi bolso sobre una silla.
—¿Los dos?
Juan sonrió.
—Si Lauti, ¿quiénes más?
—Tenés razón… —grazné —. Es que recién nos conocemos, y…
—¿Y pensás que por eso no podemos dormir juntos?
—No Juani; al contrario. ¿A tus viejos no les molesta que su hijo duerma con un hombre a pocos metros de ellos?
Juan se sentó en la cama y me invitó a hacer lo mismo.
—Lauti, vas a ver que mi familia es algo distinta al resto. Ya viste como te recibieron mis viejos, ellos son así y nosotros fuimos criados con mucha libertad —Juan me miraba y sonreía, hablaba desde el corazón —. Ambos somos grandes y no vamos a andar con vueltas, y mis padres lo saben.
—¿Lo saben? —pregunté atónito.
—Sí, saben que si nos gustamos, tarde o temprano vamos a querer tener sexo y amarnos en cualquier lugar, entonces ellos prefieren que sea donde estemos seguros. Y además…
—¿Además? —ya no sabía qué más esperar.
—Vos no sos cualquier hombre, desde que hablamos la primera vez, supe que eras un gran chico, una gran persona y el hombre del que me empezaba a enamorar.
Me estremecí. La voz de Juan era dulce, al igual que sus manos que habían tomado las mías. Eran demasiadas emociones juntas. Lo abracé y él me envolvió con sus largos brazos.

Mi refugio

Cenamos alrededor de una mesa de campo, allí mismo en la cocina.
Más tarde, cada quien a su habitación: los padres en el extremo opuesto a la nuestra, y la de Cata, un poco más allá del resto.
***
¡Si van a tener sexo, chicos, tienen preservativos en el cajón de la mesa de luz! —gritó Octavio cuando recién nos acostamos. Juan protestó y le lanzó una zapatilla que se estrelló contra la puerta. Yo me reí, sentí que era mi hogar.
***
Esa noche dormimos abrazados. Nos besamos y nos quedamos tapados bajo una montaña de mantas.
Luego de desayunar, salimos rumbo al pueblo: Juan, su mamá y yo; los tres a bordo de la Ford azul.
Con la luz del día pude apreciar el paisaje de girasoles que tapizaban muchos de los campos de la zona, y me maravillé ante ese mar amarillo.
Llegamos al pueblo, y nos detuvimos frente a un supermercado. La gente salía cargada de mercadería, el movimiento parecía inusual. Pero lo que me sorprendió fue ver que algunas de esas personas llevaban puestos barbijos y guantes de látex.
—¿Qué pasa? —me abofetee internamente por mi ignorancia del mundo.
—Se está poniendo grave lo del coronavirus —Clara se veía preocupada, miraba desde su asiento como algunos de sus vecinos se peleaban por un lugar en la fila del mercado —. Bueno, yo voy a comprar provisiones, ustedes aprovechen a dar una vuelta, cuando terminó les mando un mensaje para que vengan a buscarme —. Bajó de la camioneta y una mujer se acercó.
—¿Quién es ese chico que está con Juan? —preguntó con curiosidad.
Clara señaló con su cabeza hacia donde estaba yo y dijo:
—Es Lauti, mi hijo. Alcancé a ver una sonrisa y un guiño de ojos.
***
Esa mañana conocí el pueblo. La noche siguiente Juan me dijo: “Te amo”, y le respondí “Yo más”. Hicimos el amor por primera vez.
***
De a poco fui tomando el ritmo a mi nueva familia: Clara se encargaba de la casa, Juan y su padre de trabajar en el campo. Por momentos fui profesor de la pequeña Cata, y peón de campo cuando lo requerían.
Endosé el cheque a nombre de Octavio y se lo entregué. A los pocos días trajo un sobre con dinero, y me lo entregó. Lo guardé en un cajón de su escritorio y le dije que lo usara cuando quisiera. Me besó la coronilla y no se habló más del tema.
***
Pocos días más tarde, el gobierno decretó cuarentena obligatoria. Las actividades se detuvieron por completo, hasta tanto la epidemia fuera controlada. La excepción al paro la tuvo solamente el agro.
Pasé a ser profesor de Cata tiempo completo.
Me convertí en el hijo de Octavio y Clara.
Y en compañero de Juan, lo mejor que la vida me había dado.
***
Unas noches más adelante, él estaba encima de mí, podía sentirlo levantarse en la espina dorsal, no intenté detenerlo cuando se introdujo en mí hasta que un grito ahogado lo consumió. Había pasado una hora desde que iniciamos esa danza amatoria.
Estuvimos así un rato. Lo sentía cálido y jadeaba mientras se deslizaba de mí, sus labios estaban rojos y resbalosos; sus ojos flameaban.
— Lauti —dijo.
— ¿Sentís lo mismo que yo? —mi corazón galopaba.
— Lauti —apoyó una mano en mi pecho.
Yo gemí: Mi Refugio.

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La Redacción

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En este blog Kike Esparza habla desde su experiencia, 12 años en el periodismo le han permitido adentrarse y disfrutar de tópicos como el cine, la música, la moda y la diversidad. Rosa Distrito es el espacio que disfrutamos todos.

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